lunes, 8 de septiembre de 2008

Políticas alfa, primeras damas omega*


En un capítulo de la segunda temporada de Mad Men, espléndida serie centrada en el Nueva York de los años sesenta, el imperio de los machos, la rica, sensual e inteligente pareja de un famoso cómico y el atractivo protagonista de la serie, un brillante director creativo de una agencia publicitaria, sufren un accidente de coche, en medio de una escapada adúltera con el alcohol de gasolina. El tipo, un personaje que arrastra una infancia tortuosa, que pareciera vivir la vida de otro, incapaz de empatizar con ser humano alguno, incluida su bella esposa, decide llamar a una compañera de trabajo para pagar la fianza y tapar el suceso para que nadie se entere. Diligente y sumisa, la chica veinteañera -Peggy Olson- les recoge en plena madrugada a decenas de kilómetros de distancia, paga la multa y alberga en su casa a la mujer del cómico –Bobby- un par de días, los suficientes para que desaparezcan los moratones del rostro y evitar que nadie haga preguntas.

Durante las 24 horas de convivencia entre ambas, la millonaria Bobby, que disfruta de la humildad y el olor a hogar del pequeño apartamento de la muchacha, trata de acercarse a su anfitriona, de intimar un poco, de agradecer sinceramente el gesto de que la acoja y, de paso, saciar su curiosidad de por qué está haciendo algo tan desinteresado. A pesar de la diferencia de estatus social, le habla desde el corazón, buscando una mano cálida para pasar el susto del accidente y, por qué no, creyendo por asegurada la complicidad femenina, que debería darse por hecho para sobrevivir en esta jungla de testosterona, machista y conservadora, que era la América –o el mundo, mejor dicho- de lo sesenta. Desde la experiencia de muchos años jugando y venciendo al juego de los hombres –aunque con otras armas-, también aprovecha para aconsejar a Peggy que no haga ese tipo de favores a su jefe, que eso no entra en su sueldo.

Sin embargo, la muchacha, que ha sido recién ascendida de secretaria a creativa junior y que está obsesionada por hacer carrera, se muestra distante y seca, con cierta altivez, cortando de raíz cualquier conversación sobre los hombres o sobre el supuesto interés sentimental en su jefe. Como todo un macho de la época, se muestra con aire de superioridad, agresiva, desinteresada en cualquier asunto que pudiera calificarse de "femenino". No está para confidencias íntimas de chicas. Peggy ha aprendido a enterrar y a no mostrar sentimiento alguno por un doloroso hecho de su pasado, a ser una roca por fuera y huir de cualquier gesto de debilidad. Al final, consciente de la actitud impostada de su anfitriona, Bobby le dice mirándole a los ojos: "Nunca conseguirás ese despacho hasta que comiences a tratar a Don [su jefe] como un igual. Y nadie te dirá esto, pero no puedes ser un hombre. Ni siquiera lo intentes. Sé una mujer. Cuando lo haces correctamente, es algo muy poderoso". La frase hace mella en la muchacha, siente que le han radiografiado con sutileza y, por primera vez en el capítulo, le devuelve una sonrisa y una mirada sin dureza a Bobby.

Con casi medio siglo de diferencia, y cambiando la ficción por la realidad, la secuencia de Mad Men me vino a la cabeza el otro día, al escuchar el discurso de Sarah Palin en la convención republicana celebrada en Minnesota. ¿Tiene que seguir jugando la mujer a ser un hombre para poder entrar en los círculos de poder real? Palin fue dialécticamente agresiva, con varios directos a la mandíbula de Obama, representando el papel de galvanizadora ideológica de los republicanos y dejando la antorcha del reformismo y el supuesto bipartidismo a McCain. "¿Sabéis la diferencia entre un pit bull y una hockey mom? La barra de labios", soltó la candidata a vicepresidente en un momento de su perfectamente elaborado speech. No se refugió en el victimismo y su discurso fue cien veces más eléctrico que el de su jefe McCain. A Palin la vieron casi 38 millones de telespectadores en EEUU, prácticamente los mismos que siguieron a Obama, y una cifra que supera las audiencias de la ceremonia de inauguración de los Juegos de Beijing y la de la gran final de American Idol, el programa más popular del país.

Está claro que la figura de la gobernadora de Alaska ha despertado un interés descomunal, fruto de la exhaustiva cobertura mediática de su designación y las múltiples revelaciones en cadena alrededor de su figura política. El pasado martes tratamos de desnudar en este rincón bobolongo las incongruencias intelectuales y la doble moral de la candidata republicana. ¿Hubo exceso de ensañamiento?, ¿cierta misoginia? Para evitar tics reaccionarios, uno se tiene que estar alerta, debe mirarse en el espejo a diario. Así que mi cabeza dio vueltas a esas preguntas al día siguiente. Creo sinceramente que los estacazos a Palin simplemente fueron producto de su ideario ultraconservador e hipocresía rampante; en este ágora ha habido entradas mucho más duras contra Bush, y él es todo un macho... Pero, en fin, a veces uno no es muy bien juez para autoanalizarse, y hay que estar preparado para aceptar y masticar cualquier crítica razonada.


El techo de cristal


Más allá de las aventuras y desventuras de la moralista gobernadora de Alaska, su irrupción sirve de interruptor para divagar acerca del papel que se le reserva a la mujer en la alta política estadounidense. Una reflexión incitada también por la citada Mad Men. En la noche de su derrota en las primarias, Hillary Rodham Clinton –recuperó su apellido de soltera tras el affaire Lewinsky- esbozó un inspirado discurso de concesión, donde habló de los "18 millones de grietas" –el número de votos acumulados en su campaña- que habían hecho temblar el techo de cristal. Curiosamente, Hillary empezó a ganar estados en las primarias cuando abandonó su discurso de ataque sin tregua a Obama –llegó a insinuar que estaba ahí sólo por ser negro-, su latiguillo de súper Comandante en Jefe, de presidenta capaz de "borrar de la tierra a Irán", de "quién está mejor preparado para recibir una llamada a las 3.00 de la madrugada (una pregunta trampa que equivalía a decir: yo soy más macho que Obama, él es un pusilánime y se le comerán los terroristas con patatas).

Sometida a la presión de ser la gran favorita, Hillary trastabilló sin encontrar el camino adecuado en su discurso, y perdió la batalla con Barack Obama durante los meses que pasó disfrazada de dura de la política. Cuando se emocionó en público y amagó con unas lágrimas furtivas, subió varios puntos en las encuestas. Dejó entrever lo jodido que es pelear por hacerse un hueco y tener que demostrar a diario que ser mujer no implica ser débil. Echó en cara a sus contrincantes demócratas en algún debate su sibilino machismo. Pero enseguida retomó posturas y, sobre todo, un tono agresivo respecto a su rival demócrata que enterró sus posibilidades. La metamorfosis de Hillary de audaz voz de los demócratas, portadora de la argumentación como mejor arma y ajena al juego sucio y las balas del club de los hombres de la política estadounidense, a hembra alfa, modelo Condoleezza Rice, fue más que evidente.

Cuando su marido alcanzó la presidencia del país allá por los noventa, Hillary fue masacrada por el partido Republicano y los comentaristas de la derecha rancia mediática, con un poder tremendo en Estados Unidos. ¿Su pecado? Buscar un papel relevante en la administración e intentar pergeñar una ley que garantizase la cobertura sanitaria universal a los ciudadanos: –unos 45 millones de estadounidenses no tienen seguro médico, cinco más de los 40 que había cuando legó Bush al poder-. La acusaron de comunista, de querer socializar(?) la sanidad, y el mensaje caló en la adocenada ciudadanía. Entre los lobbies y los regios miembros republicanos del Congreso engulleron a la Hillary de principios de los noventa, aún idealista y de un profundo perfil socialdemócrata. Además, Hillary fue lapidada en la plaza pública por su supuesta enorme influencia sobre Bill Clinton y por excederse en sus funciones de primera dama: caridad, sonrisa Tom Cruise 24 horas, fotos con los viejecitos y sesiones de laca antes de cada discurso.

Toda esa obscena campaña de manipulación contribuyó a que la ahora senadora por Nueva York registrase índices de desaprobación cercanos al 60%, justo lo contrario que su marido, a quien llegaron a apoyar dos terceras partes de los ciudadanos. Y toda esa presión transmutó a Hillary en una política muy diferente, en una senadora que se apuntó la primera para apoyar la invasión de Irak, las escuchas telefónicas, los métodos de Abu Ghraib y Guantánamo y la identificación monolítica con Israel.


Sarah llega al ataque

Sarah Palin, a pesar del toque sentimental de sus retoños, omnipresentes en todos los escenarios, ha adoptado la misma clase de identidad alfa que la Hillary post 11-S. Pareciera tener que demostrar que es más republicana que ningún republicano –casi nadie aboga por prohibir el aborto tras una violación, ella sí-, más cristiana que cualquier evangelista –"Irak es una misión divina"-, más ansiosa por perforar Alaska que todas las compañías petroleras juntas –"no creo que el cambio climático sea acción del hombre"-. Ya hay suficientes datos en la red que indican que la Sarah Palin debutante en la política, la alcalde de la pequeña ciudad de Wasilla en los noventa, tenía una visión de las cosas mucho más abierta, cuando quería hacer un pueblo "más cosmopolita". Ahora jamás habla de la desventaja social de la mujer, omite cualquier guiño a las minorías y es inmune a las debilidades: no hay quien la gane en horas de trabajo. La agresividad, el individualismo salvaje, el Dios mercado capitalista y el ataque populista al oponente son su abecedario.


Condoleezza, Hilllary o Palin parece que decidieron hace tiempo jugar a ser hombres para triunfar en la feroz política estadounidense. Mientras, al otro lado del río, las primeras damas de Estados Unidos han cogido la piel de las hembras omega. Ha cambiado poco desde la época de Mad Men y los tiempos en que Jacqueline Kennedy enseñaba la casa blanca en prime time televisivo, cual Isabel Presley a sus invitados que se presentan por sorpresa en Navidad.

A principios de los noventa, apaleada por los machos y tras el fracaso de su reforma sanitaria, Hillary optó por meterse en el caparazón y cumplir el papel histórico-florero de la primera dama.
Cuatro años antes, Barbara Bush, la esposa de George padre Bush, fue un mueble de pelo blanco que se limitaba a sonreír y a ir a misa durante el mandato de su marido. Laura Bush, la esposa del actual presidente, ha dividido su tiempo entre inauguraciones y visitas caritativas. El mismo personaje con el guión escrito se le reserva a Cindy McCain, una heredera que nació rica, que ha pasado la mitad del tiempo en el quirófano y la otra decidiendo qué cóctel tomar, que ha reconocido que robaba barbitúricos en la ONG médica donde trabajó en los noventa, pero a la que le han dado una pátina impoluta de maravillosa mujer del héroe de guerra McCain. Que está prohibido improvisar lo muestra el hecho de que Laura y Cindy comparten defensa del derecho del aborto, pero es una postura mantenida casi en un susurro, deslizada en alguna entrevista furtiva, y luego negada en comunicados oficiales de la Casa Blanca.


A esta corriente de hembras omega con miedo a levantar la voz se puede estar uniendo Michelle Obama, señora de Barack Obama. Una mujer inteligente, profesional exitosa en un hospital de Chicago, brillante como su marido en la oratoria y con opiniones propias que, al menos hasta hace unas semanas, no tenía miedo de hacerlas públicas. Pero un buen día se le ocurrió decir en un mitin que no se había sentido orgullosa de su país en ocasiones pasadas, y los guardianes de la buena conducta patriótica comenzaron el proceso de demolición. Desde entonces, ha limitado sus discursos políticos, y en la reciente convención demócrata se pasó sus quince minutos declarando su amor incondicional a Estados Unidos. Paralelamente, la atractiva Michelle va añadiendo tela y recato a sus trapitos, incluido el pin de las barras y estrellas, mientras aumenta sus apariciones en revistas y programas televisivos de público mayoritariamente femenino, en los que cultiva su perfil de amantísima ama de casa. Así las cosas, de ganar su marido las elecciones, es más que probable que pase a engrosar el club histórico de primera dama omega.

*Cortesía de Wikipedia: En los seres humanos, el macho alfa se refiere a un hombre poderoso o en una alta posición social, similar a la masculinidad hegemónica. El término macho omega es un antónimo frecuentemente usado en un modo despreciativo o autodespreciativo para referirse a machos en el escalafón más bajo de la jerarquía social. Un omega será subordinado tanto del alfa como de beta.

5 comentarios:

Claudia Hernández dijo...

Ah, qué buena entrada. Me ha emocionado. Recuerdo que una amiga feminista, que dirigía un centro de ayuda a mujeres, hablábamos del tema poder-mujeres, mencioné a Margareth Tatcher, ella me dijo: eso no es una mujer. Ciertamente hay un postura de muchas políticas que emula elsistema de valores (entendidos malamente) como masculinos.

Eva Danaus dijo...

Impresionante post. ¿Viviremos para ver el momento en que se comiencen a valorar las características que socialmente se han atribuido a las mujeres? ¿Podremos ver algún día a altos directivos mostrando su lado más culturalmente femenino?

Hoy por hoy, en España, en una selección de personal para un cargo directivo se valora mucho más a un hombre casado, con familia, y en el caso de que se plantee la posibilidad de otorgar ese cargo a una mujer, la característica más positiva sería su soltería e independencia familiar. No viene nada mal contratar a un hombre con mujer florero, que permita que todo su tiempo se centre en el trabajo, pero es horrible contratar a una madre comprometida porque todo el mundo sabe que desgraciadamente, hoy por hoy, su jornada laboral es doble. Si cruzamos el charco y hablamos de EEUU todo se radicaliza aún más, hasta el punto de que tengamos que soportar estas pantomimas de campañas donde lo que más se valora es quién llega más lejos en este reality show.

Ojalá llegue el día en que el mundo se dé cuenta de que tan humana es la agresividad como la emotividad, la ambición como el altruismo, y se empiece a valorar el justo equilibrio de estos valores. El día en que se cambie el chip y las personas se den cuenta de que eso es beneficioso tanto para los hombres como para las mujeres, y no sólo es una pretensión de un grupo que aún conformado por más de la mitad de la población mundial se considera "minoritario", el cambio se movilizará.

Seguramente eso fuera unido a la caída del capitalismo, así que seguiré soñando despierta.

Un saludo

Bobolongos dijo...

Gracias por la visita y los comentarios a ambas. Ciertamente, tanto el ejemplo de la dama de hierro Thatcher como esa curiosa diferencia valores hombre/mujer en los perfiles laborales que apuntáis abundan en el asunto. ¡Suerte en tu búsqueda de curro, Eva!

Eva Danaus dijo...

Muchas gracias, buena falta me hace. ¿Tendré que adoptar el rol de hembra alfa para poder obtener el ansiado curro? ;P

Anónimo dijo...

No he podido menos que conmoverme ante una reflexión pronfunda y accesible sobre la relevación inexorable de ese mundo perverso forjado desde la testosterona y que aún, cómo no, cincunda a las mujeres. No hay justificación al comprender el hecho de que estas damas recorran su fracaso sobre las líneas maestras trazadas por la masculindad mal entendida, sino que lo hagan desde una relación de poder dañina ejemplarizada desde hace siglos por ellos. Mas la lucidez con que se aborda el tema roza la compasión y nos revela gran parte del origen del problema como una tragedia griega, fatídica, monstruosa, espantosa. Nos encontramos, repentinamente y una vez más, encerrad@s en un laberinto de espejos y aquello que parecía una salida no es más que un cristal traslúcido contra el que volvemos a golpearnos debilitando la reciente ilusión, la esperanza de que parecía que al fin escapábamos del Minotauro: hombre-bestia, cabeza de toro.

Carlos Javier Sarmiento