martes, 3 de febrero de 2009

Camino a los Oscar (2): 'El curioso caso de Benjamin Button'


¿Sería mejor que naciéramos viejos y muriésemos como un bebé? ¿No desperdiciamos parte de las inmensas posibilidades de la vida marcando nuestro recorrido de antemano? ¿No sería mejor aceptar la condición finita del amor explosivo y verdadero, del inevitable paso del tiempo? El curioso caso de Benjamin Button abre a su paso éstos y otros acertados interrogantes sobre la razón de la existencia humana, sobre lo descompasada que está nuestra carcasa (el clímax de nuestras posibilidades físicas) con respecto a nuestro software (la completa satisfacción interna, que sólo llega con la experiencia acumulada). La espléndida premisa está basada en un relato corto de Scott Fitzgerald, ejemplo perfecto de cometa vital, explosivo en su genio en la década mágica de los veinte, para luego apagarse por combustón espontánea y sin remedio, como dejó constancia póstuma en El crack.

David Fincher continúa con esta película su búsqueda de la excelencia artística. De la potencia visual y modernidad de Seven y El club de la lucha, el director estadounidense pasó a ofrecer con Zodiac una cátedra de ritmo narrativo a lo Sidney Lumet. Ahora, al igual que enfants terribles como Darren Aronofsky (The Wrestler) o David Cronenberg (Promesas del este, Una historia de violencia), que han aparcado sus personalísimos universos para acercarse al gran público –sólo David Lynch resiste en su cine anti códigos-, Fincher abraza la narración clásica de una historia épica. Un relato muy ambicioso, que abarca la vida completa de Benjamin Button, destinado a emocionar, pero que nunca lo logra del todo. Y es que Fincher no es un cineasta emocional ni mucho menos, y la frialdad con la que mira a sus personajes se deja sentir en el resultado final. Sí, la obra tiene una impecable factura, apoyado en una fotografía primorosa, y se dibuja con nitidez el mensaje de que el amor es lo que da sentido a nuestra existencia. Pero el hermetismo del personaje principal y la descompensación de su alargado metraje dejan escapar parte de esa trascendencia que persigue el filme.


A lo largo de la historia resuenan los ecos de Forrest Gump y Big Fish. De la primera comparte el protagonista "raro" pero de gran corazón que, con su transparente visión de la vida, transforma el mundo a su alrededor. Mientras, con Big Fish se emparenta en el modo de contar una peripecia fantástica, entroncada en la realidad, sin que la credulidad chirríe, y en el punto de partida de narración como un cuento: es Caroline (Julia Ormond), la hija de Daisy (Cate Blanchett), quien da paso a la historia al ir leyendo el diario de Benjamin (por cierto, ¿en qué momento vemos a Brad Pitt escribiendo un diario?). El filme de Fincher es superior a ambas películas, pero si la riqueza temática y de enseñanzas que ofrece El curioso caso de Benjamin Button es más atractiva que la sencillez cansina de Forrest Gump ("La vida es como una caja de chocolates"), sí que se echa en falta cierta de la mala leche irónica que contenía el pez grande de Tim Burton.


La vida hacia atrás, en tres tiempos

El guión, firmado por Eric Roth, también autor de Forrest Gump, establece tres etapas bien acotadas: el despertar de Benjamin a su particular condición en el hogar para ancianos; el camino hacia la madurez sentimental, en su viaje iniciático enrolado en un barco pescador, y el reencuentro con su amor de siempre, que trae consigo la posibilidad aparente de una vida normal y feliz. Las andanzas del pequeño-viejo Benjamin en la residencia de ancianos, durante el primer tercio de la película, son la parte más poética e interesante. Hay un extraña y a la vez hermosa convivencia entre los viejos de la mansión, cuya paulatina muerte subraya siempre el contador regresivo que llevamos a cuestas, el curioso Benjamin y Queenie (la desconocida y magnífica Taraji P. Henson), verdadera fuerza de amor y generosidad desinteresada (“Es más feo que una cacerola vieja, pero todos somos criaturas de Dios”, dice al abrazar al bebé monstruo abandonado). Fincher compone un personaje delicioso en esa afroamericana temerosa de Dios, que cuida de los ancianos blancos, a quienes sus familias ya no quieren ni ver.


Sin embargo, cuando Button-Pitt abandona el nido para enrolarse como marino, la narración pierde fuerza, con un capitán de barco estereotipado y un fogonazo desaprovechado en la relación furtiva, en el hall de un hotel vacío, con la aristócrata y aburrida casada Abbot (la siempre magnífica Tilda Swinton). Y para cuando Benjamin y Daisy por fin entrecruzan sus relojes biológicos y se disponen a recuperar el tiempo perdido, el fuego de su pasión no levanta las suficientes chispas para equilibrar la poca calidez del relato durante las casi dos horas anteriores.


Ya sea por las constricciones de su caracterización, lo cierto es que resulta difícil ahondar en el oblicuo personaje de Brad Pitt, en sus verdaderas motivaciones. Pareciera siempre un espectador más, tan autoconsciente de su condición de freak que no le afecta el ritmo a contracorriente de los demás. Su Benjamin es un cristal neutro sobre el que se reflejan el resto de personajes. Es un espejo para que los que están alrededor se den cuenta de lo corta de la existencia, de la necesidad de no desperdiciar ni un segundo en vidas impuestas, de buscar lo que a uno le mueve el piso. Pero del sufrimiento interior de Benjamin poco se dice o se dibuja, y la rigidez facial de la habitualmente fantástica Cate Blanchett tampoco ayuda a entrar de lleno en el recorrido de la historia.

1 comentario:

Claudia Hernández dijo...

Una crítica muy exacta y muy hermosamente descrita. CIertamente, falta algo en el personaje, y nunca mejor dicho, se vuelve un "espejo" del resto.