lunes, 26 de enero de 2009

Camino a los Oscar (1): 'Slumdog millonaire'


La pereza y la gula postnavideña han arrastrado este blog a una suerte de huelga de celo, paralela a la de los pilotos de Iberia. Antes de seguir avanzando en los siete pecados capitales, recuperamos el ritmo productivo con la vista puesta en el séptimo arte. En la semana que se han anunciado las nominaciones a los Oscar, iniciamos una serie dedicada a las películas que serán protagonistas en la ceremonia (para un estupendo repaso a los mejores y peores filmes del año, ver la entrada en La inquieta mirada). Encienda la mecha Slumdog millonaire, que acapara diez candidaturas, con un dramón, paradójicamente, de contagioso optimismo, muy del gusto de la Academia de Hollywood. Un filme que, en España, tendrá que llevar la cruz de su nefasta traducción, De pobre a millonario, en vez de la mala leche (y connotaciones coloniales) del título original: Perro de suburbio, de barriada.


La película está pintada en la multitud de colores que explotan en India –la fotografía de Anthony Dod Mantle es grandiosa–, la narración transcurre fluida y el protagonista (Dev Patel), que pareciera sacado de un relato de Charles Dickens, es de esos con los que el espectador se identifica a pleno pulmón. La premisa, el continuo (y sorprendente) triunfo, programa a programa, de un chaval venido de la calle y sin aparente cultura en el programa ¿Quién quiere ser millonario?, está basado en el caso real de uno de los cientos de miles niños de la calle de Mumbai. La escena inicial, la pregunta final del concurso al chico, que decidirá si gana 300.000 euros o lo pierde todo, con el país entero colgado de la televisión, es el poderoso arranque que da paso a una dinámica sucesión de flash-backs en los que se nos desvelan las claves del éxito del muchacho.



Después de la naif Millones, la interesante (a ratos) Sunshine, Danny Boyle recupera el vigor, la energía y el humor de sus inicios, que explotaban en Trainspotting. Por ejemplo, la brillante escena en la que un Jamal niño consigue el autógrafo de un famoso actor de la época recuerda el escatológico y psicotrópico buceo de Ewan McGregor, establecida ya como uno de los momentos icónicos del cine de los noventa. Con una cámara apegada a los escorzos, al poder de la música y a las carreras de montaje entrecortado entre el tumulto urbano, muy al estilo de Michael Winterbotton, y secuencias que se hermanan con Ciudad de Dios, Boyle consigue que el espectador suspenda su incredulidad respecto a una trama que, por momentos, resulta difícil de digerir. En especial, al llegar a la adolescencia los personajes, cuando la película se instala en un cuasi irrisorio culebrón, con puntos de giro imposibles y unas interpretaciones de saldo por parte del hermano (Madhur Mittal) y el amor perperseguido del protagonista (Freida Pinto), una actriz Matrioska, tan bella por fuera como hueca por dentro.


Sin embargo, pese a ciertas manipulaciones emocionales del director y a esas licencias del guión, firmado por Simon Beaufoy, autor de la magnífica The Full Monty, el filme sobrevuela la imaginación con su volcánica descripción de Mumbai y el incisivo paralelismo que establece entre dos mundos: el de los principios, reflejado en el pasado por Pavel y por ese triángulo a lo Jules et Jim que acompaña sus correrías de niñez, y el de un futuro de voraz individualismo, representado en esa nueva India de enormes rascacielos, alienación televisva, dinero fácil, pobreza escondida y call centers hormiguero, que atienden las llamadas del Primer Mundo. Es el territorio de Salim, el hermano medio psicótico de Pavel, el reverso tenebroso del protagonista, y el de Prem Kumar, el adictivo cabronazo, vanidoso y amoral, que presenta ¿Quién quiere ser millonario? (Anil Kapoor, la mejor interpretación de la película).


Quizá la mejor virtud del filme sea su creencia a gritos en la capacidad del ser humano para hacer el bien, incluso envuelto en las peores circunstancias. Por la pantalla desfilan huérfanos abandonados, mafiosos de gatillo fácil, tratantes de esclavos, niños ciegos y amputados, policías torturadores, brutales traiciones filiales y miseria, miseria y un poco más de miseria. Pero, en medio de este atroz sufrimiento, el hermosísimo humanismo con el que el protagonista afronta su tour de force para sobrevivir al infierno conmueve. La granítica ética de este perdedor que se niega a dejar de soñar, pese al abandono de los que más quiere y pese a la inmensidad de injusticia social que le rodea en India, inspira a salir del cine un poquito más generoso. Así que cuando acaba la película, no es de extrañar que más de uno se ponga a mover el cuello a lo hindú, al ritmo del baile bollywoodiense en la estación de tren que colorea los títulos de crédito finales.

1 comentario:

Claudia Hernández dijo...

Ah, siempre es fantástico releer las películas a través de tu observación, totalmente de acuerdo, los niños todos, están estupendos en sus actuaciones, la fotografía y la música, magnífcas!