jueves, 11 de diciembre de 2008

¡Despertad, despertad, malditos!


Con la polución que sale de una gruesa chimenea de una fábrica se abre La cuestión humana (Nicolas Klotz, 2007). Una imagen que se repite a lo largo de la historia y que sirve de indisimulado paralelismo entre las dos realidades que la película nos presenta escalofriantemente unidas: la alienación actual del individuo dentro del mundo corporativo y el papel jugado por la mayoría durante el Holocausto judío. Hilado por este arriesgado juego de símiles y envuelto en la tradicional adicción del cine francés por el discurso, el filme flota hipnótico y turbio por encima de sus cargas –excesivo metraje, abuso de la voz en off, epílogo innecesario por redundante– para dejar profunda huella con su desfaforado (y subterráneo) alegato en favor de la dimensión emocional, librepensadora y solidaria del hombre. Aparcando la retórica, una defensa a gritos silenciosos de la cuestión humana.

La película es una suerte de viaje postmoderno al corazón de las tinieblas de Conrad, con esbozos de la búsqueda detectivesca del Mr. Arkadin de Orson Welles y la guerra de guerrillas contra el capitalismo salvaje presente en enfant terribles de la literatura francesa como Michel Houellebecq y Corinne Maier, ésta desde una visión mucho más socarrona y ligera (leer el fantástico perfil de esta autora en La inquieta mirada).

Y es que Francia, con su ahora en retirada excepcionalidad cultural, ha sido siempre una barricada contra el sistema económico anglosajón. El hexágono supura cierta cierta hostilidad frente al capitalismo neoliberal. Desde la derecha gaullista y postgaullista, pasando por el populismo pragmático de Sarkozy y la desinflada izquierda socialista, la clase política comparte la visión jacobina de un estado fuerte, centralizado, con un potente sector público y un estado del bienestar sólido. Una alternativa al fin de la historia que anunciara Francis Fukuyama, la muerte de las ideologías y el reinado perenne de una (aparente) democracia liberal que todo lo puede, que todo lo arregla, que a todos, al menos en el primer mundo, satisface.

Viaje al corazón de la multinacional

Esta rebeldía intelectual frente al sistema del Dios mercado y de denuncia de la alienación marxista del individuo recorre los fotogramas de La cuestión humana. La historia arranca cuando a Simon (Mathieu Amalric), psicólogo en el departamento de recursos humanos de una gran multinacional, se le encarga la misión confidencial de hurgar en la vida del director general de la empresa, al que otro jefazo cree trastornado mentalmente: llega tarde, bebe más de la cuenta, se queda pasmado en el coche escuchando música…

Bajo esa pátina de thriller, discurre la corriente principal de la historia, la silenciosa abdicación del ser humano de los rasgos que lo hacen humano, la sumisión a un sistema que todo lo codifica, lo numera, lo eleva o aplasta en función del rendimiento económico. La pérdida de la empatía emocional, de la disgresión, de la ira, de la euforia... La deshumanización que empieza a través del nuevo lenguaje tecnócrata que todo lo impregna, que eufemiza hasta el mayor gesto de crueldad. Es la jerga del universo corporativo que domina el protagonista, que con la eficacia de un funcionario educado pero amoral organiza juegos de rol y salidas a raves con los jóvenes ejecutivos, con el objetivo de detectar sus debilidades en las situaciones extremas.


Pero, a medida que avanza su investigación, Simon se irá convirtiendo en el cazador cazado. Cuanto más indaga en los por qués del resquebrajo emocional de ese director general, la medida existencia de Simon comienza a tambalearse con la aparición de una conciencia humana. El cuestionamiento de sus propios métodos profesionales –juega a humillar a los candidatos en los procesos de selección– se multiplica cuando va descubriendo la inquietante similitud entre las actitudes que adopta en su trabajo de recursos humanos –incluido el lenguaje técnico- con un tenebroso hecho del pasado. El descenso al infierno del protagonista, acompañado de una voz en off cada vez más fantasmagórica, tiene su clímax en el encuentro con otro personaje casi espectral, símbolo de un mundo ya perdido. Un personaje que esconde la llave para resolver el enigma de la trama de la película, y que entrega el alegato humanista principal del filme, a través de la recuperación del lenguaje verdadero.

Toda la puesta en escena del filme subraya la claudicación vital de la sociedad contemporánea. Las paredes desnudas del apartamento del protagonista, las oficinas neutras y sin cualquier punto de brillo. Las raves semi angustiosas, confusas... los ascensores siempre repletos... Tampoco hay familias, sólo ejecutivos. No hay verdaderos amigos. Treintañeros de sueldo razonable, que pasan por la vida sin mojarse, aumiendo su papel de comparsa en el teatro de títeres, envueltos en relaciones sexuales abruptas y emocionalmente asépticas. Sin compromiso. Sin conciencia política. Sin empatía por el prójimo en peor situación.

La rabia anti sistema de la película nace de un guión de Elisabeth Perceval, basado en la novela homónima de François Emmanuel, y de la dirección de Nicolas Klotz, que con esta película cierra su trilogía sobre la exclusión social tras Paria (2000), premio especial del jurado del Festival de San Sebastián, y La biessure (2004). La película se presentó en el Festival de Cine de Cannes, dentro de la Quincena de los Realizadores, y Mathieu Amalric, el espléndido y versátil protagonista (Quantum of Solace, La escafandra y la mariposa, Múnich, Maria Antonieta, Lundi Matin), consiguió el premio al mejor actor en el Festival de Gijón en 2007.

1 comentario:

Claudia Hernández dijo...

Fantástica descripción y análisis de la película. Ciertamente, una de las cosas que uno más disfruta viéndola, es la capacidad de riesgo de su director.