domingo, 21 de marzo de 2010
¡Fígaro soy!
Los elegantes trajes, las corbatas y algunas esporádicas pajaritas, los chals, los bolsos de alfombra roja, los diminutos prismáticos, la elevada media de edad, el cóctel de entre actos, los ojos buscando la opulencia de los palcos, esperando ver a Glenn Close en algunos de ellos, soltando una lágrima… la llamada a butacas que provoca el aumento de la adrenalina, la salida al foso de la orquesta, inmaculada, la batuta dando dos golpes secos a al reposador de la partitura, la obertuta que arranca, la seducción de la música que comienza … Tras dos años y medio desde nuestro aterrizaje en Alemania, finalmente pudimos visitar la ópera de Múnich, la ciudad que, según ciertas guías turísticas, posee el mayor número de teatros y auditorios musicales por metro cuadrado del país, aunque hay que ser siempre escéptico con las aseveraciones que empiezan con la frase: “El/la que más/mayor… “
La ópera en cuestión era El barbero de Sevilla, de Giacomo Rossini, estrenada en 1816 en Roma. Una ópera bufa, eléctrica y divertida, un vodevil de enredos que despierta la carcajada en varios momentos y con una poderosa capacidad para hacer que los talones y nudillos se muevan detrás de la lírica. De hecho, y por cortesía de wikipedia, el autor del folletín en el que se basa la historia de la obra -Pierre-Augustin de Beaumarchais- es el mismo que sirvió a Mozart de base para Las bodas de Fígaro, y por ahí se puede reconocer una indudable conexión entre la irresistible ligereza del genio austriaco y el allegro humorístico del compositor italiano. Ni la falta de voz de algunos de los intérpretes principales, ni la visión ciega de una cuarta parte del escenario ni la regular acústica del lugar -el último recuerdo que teníamos era de escuchar a Wagner en el mágico Teatro Real de Madrid, cuyo sonido es espléndido- nos impidieron disfrutar de una gozada de velada.
No importa el oído-madera que uno cargue, ni la incapacidad para distinguir los matices musicales de una orquesta en vivo, la ópera fue, es y será siempre el vehículo de mayor lucimiento de la música clásica, la música destinada a perdurar por los siglos de los siglos. Ya no hay monarcas o emperadores en el auditorio, los estrenos de nuevas obras han dejado de ser acontecimientos para las élites sociales, las audiencias se ha democratizado -aún no del todo- y los genios dejaron de bajar al foso hace tiempo y ya sólo habitan en los CDs de casa. No importa, la ópera es inmortal. Fígaro acá, Fígaro allá, Fígaro arriba, Fígaro abajo, Fígaro arriba, Fígaro abajo… ¡Fígaro soy!
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1 comentario:
Qué delicia, sí... Larga vida a la ópera.
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