sábado, 7 de marzo de 2009

'God save Stanley'


Señores del tribunal, hay ocasiones en las que me avergüenzo de ser un miembro de la raza humana, y ésta es una de ellas

Coronel Dax (Kirk Douglas), Senderos de gloria

Hoy hace diez años, Stanley Kubrick fallecía de un infarto mientras dormía. Con la marcha del cineasta británico, el séptimo arte perdía uno de los mayores genios de su historia moderna. Con una reputación sólo a la altura de la leyendas que se escribieron acerca de su tempestuoso carácter, Kubrick dosificó su inmenso talento, con 15 obras en 50 años de carrera. Meticuloso hasta el extremo, manipulador emocional de sus actores y de una introversión personal rayando en el síndrome de Diógenes, el director inglés se valió de la estilización, del juego simbólico y de su virtuosismo técnico y visual para colorear una filmografía que, por dentro, siempre contuvo un poderoso grito de alerta contra la deshumanización. Ninguneado por la academia de Hollywood –quizá él y Hitchcock sean los casos más flagrantes de genios sin un Oscar–, la huella de Stanley Kubrick es imperecedera.

No es coincidencia su brillantez como jugador de ajedrez, un talento que le permitió financiar parte de sus películas inicales. El perfeccionamiento y la precisión fotográfica fueron dos de sus constantes profesionales. Tras los esporádicos ramalazos de poderío visual que impregnaban los fotogramas en blanco y negro de El beso del asesino, la leyenda de Kubrick arrancó de verdad con Atraco perfecto, una espléndida máquina de precisión que recitaba de carrerilla los códigos de hierro del género negro, y en la que ya estaba presenta la figura fatalista del antihéroe que lo intenta, pero que no triunfa. El filme es el primero de un decálogo de obras maestras (o casi), que encadenaría el director hasta la entrega de Eyes wide shut, su trabajo póstumo.

“Las grandes naciones han actuado siempre como gánsteres, y las pequeñas como prostitutas”

Esta lista de 10 Mandamientos Fílmicos contiene el mejor estudio de los mecanismos del proceder humano representados en 35 milímteros. Acusado por algunos críticos de una frialdad excesiva en su mirada como director, es precisamente esa narrativa distante del personaje, cuasi espiritual, que no toma partido por nadie y despojada de cualquier concesión, lo que ha hecho atemporal las imágenes de su cine. Antes de que Coppola nos embarcase en el viaje al corazón de las tinieblas de Vietnan, Kubrick ofreció el alegato antibelicista más contundente en Senderos de gloria. El retrato de la infamia moral de la clase militar, unos generales que seguían la guerra en sus palacetes, mientras mandaban a la muerte segura a millones de hombres en las trincheras de la I Guerra Mundial, fue tan brutal que la película estuvo prohibida en Francia durante décadas.

Kirk Douglas fue quien impuso a Kubrick como director, y pese a los constantes encontronazos entre ambos súper egos –con Marlon Brando hubo menos suerte, y el actor echó a Kubrick del rodaje de El rostro impenatrable–, sería de nuevo el inteligente Douglas quien apostase por el director inglés para Espartaco. Es ésta una película total, en la que conviven la aventura, la traición, las listas negras, el enjuague político, el heroísmo desinteresado, la esperanza de un mundo sin clases y, como no podía ser de otra forma, el fracaso individual y humano, presa del juego de ajedrez de los poderosos. Esa llama de decencia que pervivía en Senderos de gloria o Espartaco, a través de la figura de Kirk Douglas, se fue apagando sin remedio en la posterior filmografía del cineasta británico.

La adaptación de la magistral Lolita, pasando a través de la censura, convenciendo al propio Nabokov para firmar el guión y teniendo que tragar con las exigencias del estudio, colocando a Sue Lyon para interpretar a una preadolescente, fue su siguiente ejemplo de pulso cinematográfico. Kubrick se alejó un poco de la lujuriosa motivación del protagonista de la novela y le dio la coartada del amor, pero el viaje no lineal de James Mason hacia la corrupción moral no pierde su fuerza en la pantalla. Peter Sellers, que interpreta al inquietante Clare Quillty, una suerte de conciencia oscura de Humbert Humbert, repetiría después en ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú, su segundo capítulo de radiografía de las mentiras de la guerra.

“¡Mein Führer, I can walk!”

¿Qué mejor forma de hablar de la sinrazón de la guerra fría y de sus esperpénticas doctrinas de la destrucción mutua asegurada que tomando la forma de la comedia negra?, ¿qué utilizar el gag hilarante y la ironía sexual para desnudar el cataclismo intelectual de aquella época? El filme se resume en su fantástico monólogo final, cuyo autor es el doctor Strangelove (Peter Sellers), ex nazi reconvertido a consejero mayor en asuntos nucleares del presidente estadounidense –el propio Sellers, en una caracterización no indisimulada de Harry Truman, ominoso responsable del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Japón–. Mientras lucha contra su brazo derecho, ansioso por levantarse para hacer el saludo nacionalsocialista, Strangelove ofrece su diabólica pero lógica visión sobre la organización social tras el apocalipsis nuclear, que sería espejo de la sociedad hitleriana, con una raza dirigente de elegidos, rodeados de hembras altamente capacitadas sexualmente para la procreación. Un razonamiento desternillante y oscuro, que concluye con el (supuestamente) minusválido doctor, poniéndose en pie al grito de: ¡Mein Führer, I can walk!, al que le sigue las imágenes documentales del hongo atómico.

“Una película es (o debería ser) como la música. Debe ser una progresión de ánimos y sentimientos. El tema viene detrás de la emoción, el sentido, después”

Tras la incursión en el humor negro, luego vendría la obra cumbre de la ciencia ficción, 2001: una odisea del espacio, basada en un relato corto de Arthur C Clarke. Innovadora por completo y a la vanguardia de la técnica, la película se abría con la mayor elipsis que el cine recuerda: bajo los primeros acordes de Así habló Zaratrusta, de Strauss, unos monos juegan… al poco, la presencia de un monolito y, de pronto, la violencia que surge, la bronca animal que se torna en asfixiante… y que culmina con el hueso lanzado al cielo, que encadena con la nave espacial en la galaxia. Dos mil millones de años de salto en el tiempo. Difícilmente una escena tuvo nunca tal poder evocador, y pocas veces (quizá también el nuevo mundo que abrió Ciudadano Kane) una película agitó las bases de un género y adquirió categoría de ensayo existencialista, un camino que luego seguiría Andrei Tarkovski. La búsqueda del sentido de la vida, a través del viaje de la nave Discovery por el sistema solar, le sirvió a Kubrick para hablar de la soledad, la evolución, la muerta, la inmortalidad… y hasta adelantar la inteligencia artificial y sus límites morales: la muerte de la súper computadora HAL9000 es uno de los pocos momentos conmovedores, a nivel emocional primario, de su filmografía.

“Hay algo en la personalidad humana que se resiente a las cosas claras, e inversamente, algo que atrae a los rompecabezas, a los enigmas, y a las alegorías”

Pasada la odisea espacial, el director inglés se aprestó a dirigir un puñetazo atronador a la decadencia de la sociedad occidental, poniendo también de moda el uso de la cámara en mano. La naranja mecánica dio sentido al término del nihilismo y de nuevo ofreció una majestuosa combinación de la música (electrónica, Beethoven, Pink Floyd…). La historia del ultraviolento Alex (Malcom McDowell) y su pandilla de Drugos bestiales provocó un incendiario debate y la condena de buena parte de los medios, que acusaron al director de apología de la violencia. Nada más lejos de la realidad. La naranja mecánica anticipaba la insatisfacción juvenil de una sociedad esclerotizada y, en realidad, la brutalidad de un chaval perdido era superada por un estado abobinable, capaz de recurrir a la lobotomía para volver a meter a las ovejas en el rebaño. Y es que para entonces, el pesimismo existencial de Kubrick era ya irremediable.

“Siempre he disfrutado de hacer frente a una situación un poco surrealista y presentarla de manera realista. Siempre me ha gustado los cuentos de hadas y mitos, historias mágicas”

Así lo demostró en sus siguientes películas. El arribismo social alcanzó categoría de maravilla visual con Barry Lyndon, un filme-pintura, una cadena de puestas en escena tan precisas como hermosas, acompañadas de la prodigiosa música de Schubert o Mozart. La ascensión y caída de Ryan O’Neall en la Inglaterra del siglo XVIII es una certera radiografía de las repercusiones de la codicia humana, que desemboca en una decadencia inevitable. El resplandor, otro filme que ha ido creciendo con los años, adoptaba la cáscara de película con piscópata para alertar del aislamiento humano y de los monstruos que él puede crear. En el camino, además, el maestro Stanley volvió a dejarnos algunas escenas de tal dimensión inquietante que no hay cinéfilo que no las recuerde: el niño paseando con el triciclo por la casa o el rostro enajenado de Nicholson, rompiendo la puerta con el hacha…

“La pantalla es un medio mágico. Tiene tal poder que puede mantener el interés, ya que transmite emociones y estados de ánimo que ninguna otra forma de arte puede transmitir”

Por último, Kubrick cerró su trilogía antibelicista con La chaqueta metálica, otro relato descarnado de la brutalidad de la guerra y los métodos militares para lavar el cerebro a los jóvenes. La sarta de improperios y diatribas del sargento (el actor Lee Ermy, a la sazón ex sargento del Ejército británico) hacia sus asustados soldados es la capa de aparente hilaridad de la que Kubrick se sirve para contar el proceso de deshumanización del recluta, el método perfecto para luego poder manejarlo a su antojo y convertirlo en una máquina de matar. Este cine de varios niveles contextuales de Kubrick tuvo su último ejemplo en Eyes wide shut, el recorrido frustrado de un burgués neoyorkino en busca del adulterio. Un filme que profundiza en la fugacidad de la estabilidad sentimental, a través de la imposibilidad del macho de igualar las fantasías femeninas, de la cobardía del hombre, convertido en permanente perseguidor de una supuesta felicidad que no puede alcanzar.

Kubrick murió sin ver estrenada Eyes wide shut, y a buen seguro que su obsesión por el perfeccionismo le hubiese torcido la expresión en alguna escena, filmada quizá no del todo como él pretendía. Esté donde esté, transitando por el aire de la campiña inglesa, en la que se recluyó en sus últimos quince años, o escudriñando personajes en el limbo para su próximo proyecto, desde aquí le decimos con humildad al ateo director: "Dios salve a Stanley". Siempre nos quedará tu fabuloso decálogo de obras maestras.

4 comentarios:

Claudia Hernández dijo...

Una delicia de recorrido que me ha hecho anhelar llenar mis huecos referente a este director, y por otro lado repasar algunas de sus películas.

Uno de los grandes, sin duda.

Anónimo dijo...

¡Qué gustazo leer sobre cine en este diario!
Sólo una cosita: ¿no era James Mason, y no Dirk Bogarde, quien interpretó a Humbert Humbert en Lolita?
Un abrazo.

Bobolongos dijo...

¡Tiene usted toooooda la razón! Mis disculpas por la metedura de gamba... Espero no haberle causado un estado del malestar aún mayor... ¡¡un abrazo!!

David dijo...

Maravillosa entrada sobre este genio cultivador de todos los generos. Nunca olvidare la primera vez que vi el monolit,o ni la visionaria naranja mecanica. Insisto, magnifica entrada hermano. Grande como sienpre!!