El temor, leído como un rumor en un magnifico
artículo de Michael Hirschon en
The Atlantic, me ha hecho zozobrar esta tarde en el trabajo. Existen posibilidades de que
The New York Times, estandarte de la prensa escrita y santuario del periodismo sobresaliente, desaparezca tal y como lo conocemos. La empresa editora, The Times Company, de la que la familia Sulzberger posee la mayoría de acciones, acumula 1.000 millones de dólares de deuda, a los que se pueden sumar otros 400 en los próximos meses. “Creemos que seremos capaces de gestionar nuestras obligaciones financieras y crediticias con los prestamistas”, anunció el grupo a finales de octubre. Sin embargo, ese condicional deja abierta la puerta al colapso abrupto de la honorable
Grey Lady –como así se conoce al diario– y, con él, la orfandad para millones de lectores en todo el mundo y cientos de miles de neoyorkinos cuyo fin de semana sin el
Times en su mesa de desayuno sería inimaginable.
La intrahistoria de este desplome, mezcla de la crisis profunda del sector y de la desastrosa gestión de los jefazos de la compañía, vendrá en un post más adelante, hoy toca centrarse en las sensaciones. El malestar inicial que me ha provocado la noticia ha dado paso a una catarata de recuerdos a cinco columnas que me han acompañado en el tiempo. Esta breve y edulcorada crónica autobiográfica, que ha brotado espontáneamente, puede que se deba a la nostalgia que suele traer el paso del año y la conciencia de que uno se va haciendo un poquito más viejo. No sé… a uno le gustaría pensar que es simplemente una declaración de amor incondicional al periodismo.
Adicción por la letra impresaDesde que se juntaron dos neuronas en mi cerebro, siempre quise ser periodista. Comencé de chaval abrazando el sectarismo indisimulado de la prensa deportiva, quizá como reafirmación de mis colores barcelonistas en pleno corazón castizo de Madrid. Por aquel entonces, la lectura diaria de
El Mundo Deportivo me servía de parapeto emocional para resistir el acoso de decenas de preadolescentes que profesaban la religión de la Quinta del Buitre. Al tiempo que protegía con letras impresas en azulgrana mi pasión culé, no sin lloronas y cabreos pasados debajo de la cama tras una derrota, descubrí el aromático licor de la radio, ese que te acaricia el paladar del lóbulo, juega a hacerte cosquillas en el tímpano y se zambulle por completo en el líquido linfático para producirte un placer profundo y embriagador.
Cada noche me regocijaba con la extinta Antena 3: a las doce, a través de los dardos envenenados que el pequeño talibán Supergarcía le dedicaba al Real Madrid,; a la 01.30, con el irrepetible
Polvo de estrellas, de Carlos Pumares, que combinaba las bandas sonoras de ensueño, los especiales veraniegos explicando que significaba el monolito en
2001, una odisea en el espacio y el fustigamiento perpétuo al oyente que osara pedirle opinión de una lista de películas. Las frases como "¡El café está frío!" o "¡A quién me vuelva a preguntar por
Los Inmortales le voy a estar llamando toda la noche a su casa!" se convirtieron en mantras budistas para mí. Mi idilio con Antena 3 se hacía procaz y lujurioso los sábados a las 02.00, cuando entraban en escena unos jovencísimos Gomaespuma con su genial universo de Luis Ricardo Borriquero, Chema Pamundi, Octavio de Básica, Pélaez y compañía.
La lógica consecuencia de mi enamoramiento con el IV Poder fue el salto sin red al periodismo empresarial. Con creo que unos 12 o 13 años me hice editor, director y redactor de un periódico junto a mi "hermano" Antuán el Caimán, en cuya casa de padres quiosqueros comía cuasi a diario, con los periódicos de aperitivo y las revistas de servilleta. La idealista cabecera -
La Paz- escondía un par de docenas de hojas escritas a mano y fotocopiadas a escondidas en el trabajo de mi madre, repletas de chismes inventados del corazón, noticias internacionales de pura ficción y hasta un poster central a doble página de un super avión militar (¿anticiparíamos nosotros sin saberlo la noble política exterior israelí, hablar de paz por fuera y adorar los bombarderos por dentro?).
El proyecto-sueño, que prometía salir cada miercoles (también visionarios, anticipando esta vez a
El Jueves), duró apenas dos números con un intervalo entre ambos galáctico, pero nos dio tiempo a contratar colaboradores (una página de juegos pre-Sudoku, cuya autoría correspondía a un compañero de pupitre) y a vender unos 40 ejemplares a 100 pesetas cada uno (120 si el incauto se hacía suscriptor...). Con ese enviadiable tesoro recaudado, más el desfalco bianual que perpetrábamos a las huchas de la Cruz Roja y la inestimable colaboración de las propinas de mi abuelo, transite por la época hinchado por una holgura económica de la que no he vuelto a disfrutar.
Las manos manchadas de tinta antes de comerLlegado el instituto y el traslado de centro, aparte de comenzar a sentir un brutal flechazo por la cerveza, cambie el almuerzo en el hogar de Antuán por la comida en casa de mis abuelos. Así comencé a dar forma a otro preciado ritual, el de devorar hasta que la comida estuviese lista el monárquico
ABC, que amaba (y ama) mi abuelo. Pero la brillantez de las portadas envueltas en el humor gráfico de Mingote y la hilaridad de la histeria antifelipista (cómo olvidar a Jordi Pujol expimiendo una naranja con la cara de González, en aquel fotomontaje histórico) no consiguieron detener el paulatino viraje hacia la izquierda que se ejecutaba en mi conciencia política, y para cuando debuté en la Facultad de Ciencias de la Información, ya lo hice armado con un ejemplar diario de
El País bajo el brazo. Eso sí, gracias a la inteligencia de un profesor muy de derechas de Redacción Periodística de 1º, que nos conminaba a comprar un periódico diferente cada día de la semana, caló en mi dogmático cerebro la necesidad de acudir a diversas fuentes y de escuchar la versión del otro lado.
Pese al nefasto plan de estudios, la ausencia de prácticas, la claudicación didáctica del 90% del profesorado y las amenazas externas de un paro rampante en la profesión, los hermosos compañeros que encontré en la carrera –y en las partidas de mus y de continental de la cafetería- me confirmaron que aquello era lo que yo quería hacer en la vida. La volcánica ilusión veinteañera continuó con el arranque de mi primer trabajo con nómina en un periódico, donde los turnos estajanovistas, el salario
seiscientoseurista y el cinismo de las
vacas sagradas de la redacción eran figuras diminutas comparadas con la vibración que me producía correr derrapando por los pasillos, en busca de una nueva página impresa de nuestro cuadernillo de deportes.
Me fui fuera, me divertí con las inmensas posibilidades de dar rienda suelta a mi verborrea paranoica, haciendo los “Directos” en Internet de multitud de eventos deportivos; volví a la tierra propia, que pronto dejó de ser prometida; abandoné el gremio una temporada por el falso tótem de un trabajo de comercial-embaucador, de dinero fácil; regresé al periodismo, ahora con peores condiciones, choqué con jefes, me hice de un comité de empresa, choqué con más jefes, decidí largarme otra vez fuera y en esas estoy, ahora como órgano de propaganda comunicativa de una de esas multinacionales-ministerio, cuya jerga tecnócrata se me escapa y con menos imaginación que Aznar de niño. A veces me aburro, otras no. Aprovecho la sinrazón del modelo de ejecutivos a mi alrededor para colorear el espíritu con munición cómica, mientras me sigo alimentando de información, información, información. No sé por dónde bajará el río en el futuro, pero yo seguiré siempre pegado a un buen artículo de un periódico o a la dulce cantinela de un seductor programa de radio. ¡Viva el periodismo manque pierda!