"Tú me has dado mi película” Quentin Tarantino a Christopher Waltz, durante el pasado Festival de Cannes, donde el segundo ganó el premio al mejor actor.
Los nazis molan. Y mucho. En el cine, claro, sobre todo cuando al final reciben su merecido. De sádicos torturadores con la esvástica en el pecho está empedrado el camino del séptimo arte. Laurence Olivier se ponía la bata de doctor Szell y disfrutaba perforando los dientes de Dustin Hoffman en Marathon Man, confirmando que el pánico al dentista es uno de los miedos ancestrales del hombre. El tenebroso doctor Mengele del nunca siniestro Gregory Peck obligaba a resoplar de tension en Los niños del Brasil. El hierro candente del escalofriante Mayor Toth (Ronald Lacey) hacía gritar en el patio de butacas "!!Indy, date prisa!!", en En busca del arca perdida. La repulsión estallaba viendo a Amon Goeth (Ralph Fiennes) disparando a los judíos del campo de exterminio de Auschwitz, en La lista Schindler. Y aún revolvía las tripas la brutalidad en la decadencia del mismisimo Führer, interpretado por Bruno Ganz en El hundimiento.
No solo hay espacio para despiadados sanguinarios. También los ha habido conversos al bien cual san Pablo; ya sea por conflicto patriótico (el insulso Von Ribbentrop de Operación Valkyria, del igualmente insulso Tom Cruise), rehabilitación carcelaria (el Edward Norton de American History X), poder sanador del arte (el oficial –Thomas Kretschman– que descubre a El pianista o la Hana Schmitz –Kate Winslet- de El lector) o instinto de supervivencia, meclado con dos cubitos de hielo de amistad (el impagable Capitán Renaud, que bordara Claude Reins en la ya-no-me-quedan-más-adjetivos-superlativos-que-poner Casablanca).
La lista es mucho más gruesa, pero quizá ninguno de los nombrados ni de los no recordados se acerca a la altura del protagonista de este post: el coronel Landa, cazador de judíos, antagonista de los Ingloriosos bastardos y personaje con más dimensiones que la Teoría de las cuerdas, por gentileza de unos diálogos geniales marca Tarantino y, sobre todo, por la fabulosa interpretación de Christopher Waltz (lee la estupenda crítica de la película en el blog pana La inquieta mirada). Este desconocido actor alemán, de formación teatral y abundante carrera televisiva, se merienda a Brad Pitt y a sus bastardos con un recital interpretativo que lleva el Oscar colgado a la claqueta. “Es uno de los mejores personajes que he escrito en mi vida, y uno de los mejores que escribiré nunca”, ha dicho el gran Quentin, y para qué contradecir al maestro.
El villano sublime
Si se acude al diccionario de la RAE, en su primera aceptación se describe el mal como “lo contrario al bien, lo que se aparta de lo lícito y honesto”. Más adelante se asegura: “dicho de una cosa: ser nociva y dañar o lastimar”. Ninguna de ambas explicaciones se ajusta a los múltiples registros de Christopher Waltz durante el filme. Erudito, calculador, cortés, psicótico, locuaz, políglota, cándido, depredador… En el coronel Landa convive la brillantez detectivesca propia de Sherlock Holmes - homenaje incluido, con esa hilarante y desporporcionada pipa de la secuencia inicial-, el refinamiento, los modales y la impecable vestimenta de un hombre de mundo, la carcajada espontánea de un niño que descubre a alguien haciendo trampas en un juego y la pulsión homicida a tumba abierta de un asesino en serie.
Landa es principio y fin de la película. Se dice que la manera de presentar al héroe o al villano en un filme del Oeste es capital, y Tarantino lleva haciendo spaguethi western y guiñando un ojo a Leone casi toda su carrera. Esta vez estamos en la campiña francesa, en plena II Guerra Mundial, pero bien podrían ser la estación de tren del arranque de Hasta que llegó su hora. Una bucólica casa de campo, un leñador de pura cepa y una amenaza en la ontanaza. El coche que se acerca, la ansiedad que crece, los músculos tensos del fornido campesino, la familia, ordenada a meterse en casa, el cazador que se aproxima…
¿Pero un momento? No hay disparos. Llega un tipo de nulo poder intimidatorio físico, tranquilo, pareciera dispuesto a tomar el té de las cinco. Bueno, en realidad sólo quiere leche. Dos vasos seguidos que se bebe de un trago. Hay un vínculo por ahí con la inocencia infantil del niño, que se mancha los labios de blanco con su leche de la mañana. ¿Ese es un nazi al que teme toda la comarca? Landa conversa y conversa, cuasi un monólogo. El elogio acertado, sin atisbo de violencia agazapada, por la belleza de las tres hijas. El respeto a su interlocutor. Su modélico ritual de gestos, de naturalidad, de bohnomía, su talante comprensivo con el que va pinchando el globo de la extrema tensión de su anfitrión. Y para cuando éste ya ha sentado de verdad el culo en la silla, ha soplado y se siente a salvo…
Saltamos hacia delante. Estamos en el cine, minutos antes de la proyeccion del filme-propaganda al comienzo del tercer acto. El coronel Landa estalla en una risa incontrolable ante el acento impostado del teniente Aldo Raine (Brad Pitt) y sus dos secuaces –aún me estoy riendo-. Más tarde, conduce a una habitación a solas a la diva Von Hammersmark, émulo-homenaje de Marlene Dietrich, en el rostro de Diane Kruger. Cómo juega a probarle el zapato abandonado en una escena del crimen anterior… Como salta como un jaguar violento sobre el cuello de la mujer. Inesperado, en plena noche de estreno, salvaje instinto animal, fiereza homicida. Esta vez aparece el autor de autores, Alfred Hitchcock, y su Frenesí, con la cámara empotrada entre el estrangulador y la víctima, el horror en primerísimo plano, el detalle del crimen físico.
No me gustaría ser pastel de manzana
Antes del estreno, Landa llega a un Bistrot para charlar con el angel –aún no vengador- de la historia, Shosanna (Mélanie Laurent), la propietaria del cine al que acudirá la plana mayor de la jerarquía nazi. La dualidad agresivo-pasivo agarra vuelo de águila imperial en la composición de Waltz. Se inicia de nuevo el delicioso cortejo interrogatorio. De un lado, el apacible Landa y su conversación sinuosa. Del otro, la interlocutora, respirando de puntillas, consciente de estar delante del hombre que asesinó a su padre. Y en medio, el strudel. Un strudel que se come al compás del diálogo y al que Landa se lanza con la retórica en el cubierto, describiendo florituras y haciendo bordillo en los extremos. Es la fase de las preguntas suaves. De pronto ataca con saña el strudel, le clava la cuchara en el corazón. Toca el turno de las preguntas maquiavélicas, que llevan truco. Dos segundos después, retoma la caricia del pastel. Saborea un delicado trozito. Pero de nuevo cambia. Se mete una basta cucharada al momento después. Lo mastica con un gusto que da gusto. ¿O es asco lo que provoca? Delicado y torrencial, un postre saboreado a la contra de un interrogatorio que en teoría no lo es.
En certera definición de propio actor, “una sublimación de la agresión”. Saborear el momento, la pureza de su interlocutora, quizás, a quien agarra metafóricamente del cuello con esa cuchara siblina. Deshoja la margarita. Me la como, no me la como, me la como, no me la como… Luego la suelta dulcemente… Algún día, cuando los extraterrestres se dignen en visitar a la violenta raza humana, nos descubrirán, entre otras cosas, que hay una partitura musical oculta en los diálogos de Tarantino. Suben, emprenden curvas, socavones, puntazos hasta arriba, dientes de sierra... Fluyen, engatusan, atrapan… “Los actores interpretarán en el escenario las escenas de los guiones de Quentin en los años venideros”, ha dicho Eli Roth, uno de los bastardos. Seguro que sera así, pero misión imposible rivalizar con Christopher Waltz. Qué gozada de película, y qué maravilla de interpretación.
No te pierdas la crítica de la película en el blog La inquieta mirada
Entrevista en la web slashfilm a Christopher Waltz. En inglés, pero merece mucho la pena.
1 comentario:
Una magistral descripción de su actuación y el persoonaje, como siempre... una gozada
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