martes, 10 de marzo de 2009
Crónicas de Valdillo (I)
Siempre es lunes. Sales a la calle, al pavimento húmedo y sucio, erosionado y abierto. El frió avanza por mi rostro deteniéndose en las facciones ya ateridas. Los pies de corcho. Prisas y gente que ya perdió la calma que nunca tuvo hace al menos un par de horas. Ruido. Mucho ruido. Todo el ruido. El ruido desde cualquier ángulo, estereofónico y envolvente. El de coches, grúas, puertas, motores, gargantas, zapatos, herramientas, comercios, niños, sirenas, coches. La calle palpita, respira y te comunica que no vas a ritmo. Que aceleres. ¿Es que no te percatas que no vas al tempo idóneo? Vamos, vamos. Reloj. Semáforo en rojo. Línea de salida ¡Bang! Desde cada lateral del paso de cebra los bloques avanzan impasibles arrastrados por una gravedad que ejerce la acera opuesta. Pisando sobre blanco, pisando sobre negro. Acompasamiento urbanita. Alcanzada la otra orilla me enciendo una pausa y aspiro el humo con fuerza, ensanchándome, retomando mi espacio vital. Sonrió. La mayoría avanza a golpe de timbal de galera romana. Yo con la caja de Philly Joe Jones en el tema blue train de John Coltrane. Me deshago del humo que se mezcla con el del ambiente. Vaho infinito del cigarro invernal. Y vuelve a llover. Lentamente se dibuja un espejo sobre el gris. La acera refleja las huellas aceleradas y los paraguas que florecen. Alguien corre sin saber donde ir, como si hubiera olvidado donde esta la puerta de su llave. Los automóviles se ciegan y parecen inseguros sobre un pavimento que tiembla de frío. Cortinas que se asoman a la calle nueva y reluciente. Todo parece pausarse. Gota a gota. El agua baja arrastrando entre las ruedas su capa de mugre multicolor. Las alcantarillas tragan la mezcla, que macerando desde hace semanas, aguardaba para ser ingerida. Son los otros nutrientes de la urbe. Algo parece proponerse bajo la superficie mientras se sienten los últimos estertores del estrato yermo, que ya mortecino, solo espera. Entro en el suburbano. El vientre de la metrópoli. Ahí no llueve. Siempre es lunes… aun.
sábado, 7 de marzo de 2009
'God save Stanley'
Coronel Dax (Kirk Douglas), Senderos de gloria
Hoy hace diez años, Stanley Kubrick fallecía de un infarto mientras dormía. Con la marcha del cineasta británico, el séptimo arte perdía uno de los mayores genios de su historia moderna. Con una reputación sólo a la altura de la leyendas que se escribieron acerca de su tempestuoso carácter, Kubrick dosificó su inmenso talento, con 15 obras en 50 años de carrera. Meticuloso hasta el extremo, manipulador emocional de sus actores y de una introversión personal rayando en el síndrome de Diógenes, el director inglés se valió de la estilización, del juego simbólico y de su virtuosismo técnico y visual para colorear una filmografía que, por dentro, siempre contuvo un poderoso grito de alerta contra la deshumanización. Ninguneado por la academia de Hollywood –quizá él y Hitchcock sean los casos más flagrantes de genios sin un Oscar–, la huella de Stanley Kubrick es imperecedera.
No es coincidencia su brillantez como jugador de ajedrez, un talento que le permitió financiar parte de sus películas inicales. El perfeccionamiento y la precisión fotográfica fueron dos de sus constantes profesionales. Tras los esporádicos ramalazos de poderío visual que impregnaban los fotogramas en blanco y negro de El beso del asesino, la leyenda de Kubrick arrancó de verdad con Atraco perfecto, una espléndida máquina de precisión que recitaba de carrerilla los códigos de hierro del género negro, y en la que ya estaba presenta la figura fatalista del antihéroe que lo intenta, pero que no triunfa. El filme es el primero de un decálogo de obras maestras (o casi), que encadenaría el director hasta la entrega de Eyes wide shut, su trabajo póstumo.
Esta lista de 10 Mandamientos Fílmicos contiene el mejor estudio de los mecanismos del proceder humano representados en 35 milímteros. Acusado por algunos críticos de una frialdad excesiva en su mirada como director, es precisamente esa narrativa distante del personaje, cuasi espiritual, que no toma partido por nadie y despojada de cualquier concesión, lo que ha hecho atemporal las imágenes de su cine. Antes de que Coppola nos embarcase en el viaje al corazón de las tinieblas de Vietnan, Kubrick ofreció el alegato antibelicista más contundente en Senderos de gloria. El retrato de la infamia moral de la clase militar, unos generales que seguían la guerra en sus palacetes, mientras mandaban a la muerte segura a millones de hombres en las trincheras de la I Guerra Mundial, fue tan brutal que la película estuvo prohibida en Francia durante décadas.
Kirk Douglas fue quien impuso a Kubrick como director, y pese a los constantes encontronazos entre ambos súper egos –con Marlon Brando hubo menos suerte, y el actor echó a Kubrick del rodaje de El rostro impenatrable–, sería de nuevo el inteligente Douglas quien apostase por el director inglés para Espartaco. Es ésta una película total, en la que conviven la aventura, la traición, las listas negras, el enjuague político, el heroísmo desinteresado, la esperanza de un mundo sin clases y, como no podía ser de otra forma, el fracaso individual y humano, presa del juego de ajedrez de los poderosos. Esa llama de decencia que pervivía en Senderos de gloria o Espartaco, a través de la figura de Kirk Douglas, se fue apagando sin remedio en la posterior filmografía del cineasta británico.
La adaptación de la magistral Lolita, pasando a través de la censura, convenciendo al propio Nabokov para firmar el guión y teniendo que tragar con las exigencias del estudio, colocando a Sue Lyon para interpretar a una preadolescente, fue su siguiente ejemplo de pulso cinematográfico. Kubrick se alejó un poco de la lujuriosa motivación del protagonista de la novela y le dio la coartada del amor, pero el viaje no lineal de James Mason hacia la corrupción moral no pierde su fuerza en la pantalla. Peter Sellers, que interpreta al inquietante Clare Quillty, una suerte de conciencia oscura de Humbert Humbert, repetiría después en ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú, su segundo capítulo de radiografía de las mentiras de la guerra.
“¡Mein Führer, I can walk!”
¿Qué mejor forma de hablar de la sinrazón de la guerra fría y de sus esperpénticas doctrinas de la destrucción mutua asegurada que tomando la forma de la comedia negra?, ¿qué utilizar el gag hilarante y la ironía sexual para desnudar el cataclismo intelectual de aquella época? El filme se resume en su fantástico monólogo final, cuyo autor es el doctor Strangelove (Peter Sellers), ex nazi reconvertido a consejero mayor en asuntos nucleares del presidente estadounidense –el propio Sellers, en una caracterización no indisimulada de Harry Truman, ominoso responsable del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Japón–. Mientras lucha contra su brazo derecho, ansioso por levantarse para hacer el saludo nacionalsocialista, Strangelove ofrece su diabólica pero lógica visión sobre la organización social tras el apocalipsis nuclear, que sería espejo de la sociedad hitleriana, con una raza dirigente de elegidos, rodeados de hembras altamente capacitadas sexualmente para la procreación. Un razonamiento desternillante y oscuro, que concluye con el (supuestamente) minusválido doctor, poniéndose en pie al grito de: ¡Mein Führer, I can walk!, al que le sigue las imágenes documentales del hongo atómico.
Tras la incursión en el humor negro, luego vendría la obra cumbre de la ciencia ficción, 2001: una odisea del espacio, basada en un relato corto de Arthur C Clarke. Innovadora por completo y a la vanguardia de la técnica, la película se abría con la mayor elipsis que el cine recuerda: bajo los primeros acordes de Así habló Zaratrusta, de Strauss, unos monos juegan… al poco, la presencia de un monolito y, de pronto, la violencia que surge, la bronca animal que se torna en asfixiante… y que culmina con el hueso lanzado al cielo, que encadena con la nave espacial en la galaxia. Dos mil millones de años de salto en el tiempo. Difícilmente una escena tuvo nunca tal poder evocador, y pocas veces (quizá también el nuevo mundo que abrió Ciudadano Kane) una película agitó las bases de un género y adquirió categoría de ensayo existencialista, un camino que luego seguiría Andrei Tarkovski. La búsqueda del sentido de la vida, a través del viaje de la nave Discovery por el sistema solar, le sirvió a Kubrick para hablar de la soledad, la evolución, la muerta, la inmortalidad… y hasta adelantar la inteligencia artificial y sus límites morales: la muerte de la súper computadora HAL9000 es uno de los pocos momentos conmovedores, a nivel emocional primario, de su filmografía.
Pasada la odisea espacial, el director inglés se aprestó a dirigir un puñetazo atronador a la decadencia de la sociedad occidental, poniendo también de moda el uso de la cámara en mano. La naranja mecánica dio sentido al término del nihilismo y de nuevo ofreció una majestuosa combinación de la música (electrónica, Beethoven, Pink Floyd…). La historia del ultraviolento Alex (Malcom McDowell) y su pandilla de Drugos bestiales provocó un incendiario debate y la condena de buena parte de los medios, que acusaron al director de apología de la violencia. Nada más lejos de la realidad. La naranja mecánica anticipaba la insatisfacción juvenil de una sociedad esclerotizada y, en realidad, la brutalidad de un chaval perdido era superada por un estado abobinable, capaz de recurrir a la lobotomía para volver a meter a las ovejas en el rebaño. Y es que para entonces, el pesimismo existencial de Kubrick era ya irremediable.
“Siempre he disfrutado de hacer frente a una situación un poco surrealista y presentarla de manera realista. Siempre me ha gustado los cuentos de hadas y mitos, historias mágicas”
Así lo demostró en sus siguientes películas. El arribismo social alcanzó categoría de maravilla visual con Barry Lyndon, un filme-pintura, una cadena de puestas en escena tan precisas como hermosas, acompañadas de la prodigiosa música de Schubert o Mozart. La ascensión y caída de Ryan O’Neall en la Inglaterra del siglo XVIII es una certera radiografía de las repercusiones de la codicia humana, que desemboca en una decadencia inevitable. El resplandor, otro filme que ha ido creciendo con los años, adoptaba la cáscara de película con piscópata para alertar del aislamiento humano y de los monstruos que él puede crear. En el camino, además, el maestro Stanley volvió a dejarnos algunas escenas de tal dimensión inquietante que no hay cinéfilo que no las recuerde: el niño paseando con el triciclo por la casa o el rostro enajenado de Nicholson, rompiendo la puerta con el hacha…
Por último, Kubrick cerró su trilogía antibelicista con La chaqueta metálica, otro relato descarnado de la brutalidad de la guerra y los métodos militares para lavar el cerebro a los jóvenes. La sarta de improperios y diatribas del sargento (el actor Lee Ermy, a la sazón ex sargento del Ejército británico) hacia sus asustados soldados es la capa de aparente hilaridad de la que Kubrick se sirve para contar el proceso de deshumanización del recluta, el método perfecto para luego poder manejarlo a su antojo y convertirlo en una máquina de matar. Este cine de varios niveles contextuales de Kubrick tuvo su último ejemplo en Eyes wide shut, el recorrido frustrado de un burgués neoyorkino en busca del adulterio. Un filme que profundiza en la fugacidad de la estabilidad sentimental, a través de la imposibilidad del macho de igualar las fantasías femeninas, de la cobardía del hombre, convertido en permanente perseguidor de una supuesta felicidad que no puede alcanzar.
Kubrick murió sin ver estrenada Eyes wide shut, y a buen seguro que su obsesión por el perfeccionismo le hubiese torcido la expresión en alguna escena, filmada quizá no del todo como él pretendía. Esté donde esté, transitando por el aire de la campiña inglesa, en la que se recluyó en sus últimos quince años, o escudriñando personajes en el limbo para su próximo proyecto, desde aquí le decimos con humildad al ateo director: "Dios salve a Stanley". Siempre nos quedará tu fabuloso decálogo de obras maestras.
lunes, 2 de marzo de 2009
¡Mi primo Jaume de la Caixa...!
Hay tipos que, cuando se esfuman de la vida, aunque uno no los conozca, siente un pequeño agujero. Espíritus libre pensadores que patean el convencionalismo y hacen una bola de papel con lo políticamente correcto. Genios de profundo sentido del humor que saben reírse de sí mismos y, de paso, de la pacata y anestesiada sociedad en la que les ha tocado vivir. Uno de estos personajes era para mí –y seguirá siendo– el gran Pepe Rubianes. Actor y director de teatro, Rubianes falleció ayer 1 de marzo de un cáncer de pulmón que, desde 2008, le mantenía alejado de los escenarios.
Desconozco el valor del hilarante Rubianes como mimo e imitador, géneros que también cultivó. Me bastó con ver un par de actuaciones grabadas en vídeo de uno de sus espectáculos más famosos: Rubianes solamente. Su lengua desatada, su vitriólico humor, dirigido a la concepción consumista de la vida, su cachonda crítica a los vividores borbones y sus monólogos trufados de tacos siempre me producen la carcajada instantánea. Uno de mis mantras cuando me atrapa la pereza en el metro, camino del curro, es rememomar las parodias destermillantes de Rubianes repecto a la supuesta realización personal que trae consigo el trabajo o al síndrome de "quiero ser propietario" del españolito medio. "Mi amigo Jaume de La Caixa me ha conseguido un crédito a 35 años... (...) Uuuffff (...) ¡Uno lo paga sin enterarse! Y luego, a los 65, ¡a disfrutar la vida! ¡A follar, a beber y a irse de farra!", es uno de mis sketches preferidos.
Curtido a principios de los ochenta en compañías teatrales como Dagoll Dagom o Els Joglars, el cómico gallego-catalán se hizo famoso en los noventa por su estupenda interpretación en la serie Makinavaja. Recientememnte, el humor a tumba abierta de Rubianes, casi siempre impregnado de una fuerte crítica a la pulsión burguesa de la sociedad española, embarcada en un modo de vida profundamente conservador, le hizo ser víctima de una caza de brujas de los nuevos poderes fácticos de Salem. Durante una entrevista en enero de 2006 en el programa El Club, de TV3, y en plena tormenta de la negociación del Gobierno socialista con ETA, Rubianes dio rienda suelta a su hartazgo con la campaña de la derecha más rancia: "A mí, la unidad de España me suda la polla por delante y por detrás, que se metan a España en el puto culo, a ver si les explota dentro y les quedan los huevos colgando del campanario".
Como era de prever, la jauría mediática de a la derecha y numerosos Gobiernos autonómicos del PP pusieron el grito en el cielo, y poco menos que se pidió el destierro para alguien capaz de semejante ultraje a la dignidad de la patria. Cualquier persona con dos dedos de frente hubiese entendido que su burla iba dirigida a esa concepción de una España católica, grande y libre, que ondea la sacrosanta bandera de la unidad del páis tres veces al día. No era un insulto ni a España ni a los españoles, sino una réplica sarcástica a los que se la pasan con la palabra España en la boca, y expiden certificados de buenos patriotas en clave de afinidad ideológica.
Rubianes tan pronto se podia "cagar" en esa España cavernícola como en el onanismo mental igualmente reaccionario del nacionalismo catalán. Pero esos fundamentalistas que han secuestrado hace tiempo el concepto de nación, y que no toleran el cuestionamiento del Estado monárquico, nacido del franquismo, salieron a la calle con antorchas a pedir la cabeza del actor, y éste tuvo que suspender varias prepresentaciones teatrales.
Ahora que se le dice adiós, no es momento de abundar más en aquella polémica, que él sabiamente evitó alimentar posteriormente. Así que desde aquí le rendimos un humilde homenaje con algunos de sus vídeos, brindando por su humor rojo sin concesiones y por la libertad de poder cagarnos siempre en lo que nos de la gana.