Ahora que Avatar ha (supuestamente) revolucionado el cine y (efectivamente) batido todos los récords de taquilla, Os Bobolongos rinde su pequeño homenaje al filme que inauguró el concepto de blockbuster, la electrizante Tiburón (1975), de la que se cumple el XL aniversario de estreno. En este filme coinciden varias características que han hecho de la película todo un referente. Es el despegue fulgurante de Spielberg como director global más conocido y su certificación como maestro del entretenimiento. Una obra en la que dejó lo mejor de su talento, enflaquecido en algunas obras posteriores por un sentimentalismo resbaladizo.
Como se apuntaba, se puede decir que Tiburón inauguró el concepto de blockbuster veraniego. Hasta ese momento, los estudios no solían apostar por estrenar sus grandes bazas en esta época del año, hasta que llegó Spielberg e hizo trizas una de las normas no escritas de Hollywood. La película se convirtió en el primer filme de la historia en alcanzar la mágica cifra de recaudación en el mercado estadounidense de 100 millones de dólares. En total, 470 millones de dólares, récord absoluto hasta que, dos años después, aterrizó La guerra de las galaxias.
La estrategia de publicidad que acompañó al filme fue también pionera en muchos sentidos: se lanzó una agresiva campaña publicitaria en la televisión (“Este verano… No te metas en el agua”), se inauguró el concepto de merchandising (con juguetes, barquitas para niños, camisetas, etcétera) y el filme se estrenó en más de quinientos cines en EEUU, algo inaudito en los setenta (hoy día, un gran estreno ya roza la barrera de las 4.000 salas). La imagen de un gigantesco tiburón acechando a una chica nadando –la escena inicial– se convirtió en el icono que lanzó a la película, y uno de los carteles más reconocibles de todos los tiempos. Un póster de resonancias freudianas, con la cabeza del tiburón posicionada en vertical, en una posición fálica, con unas fauces negras llenas de dientes voraces.
Paralelamente, los creativos de la Warner inundaron los medios con frases de los amenazadoras: “Nunca volverás a zambullirte en el agua”, “Cuando la playas abran este verano... ¡serás tomado por Tiburón!”, “¿Te gusta pescar? A él le gustas tú también”, y la más famosa de todas: “No te metas en el agua”. Para autores como Peter Biskind, escritor del desmitificador best-seller Moteros tranquilos, toros salvajes, Spielberg y Lucas son responsables del inicio de la obsesión de los estudios con el público adolescente. Pero, siendo justos, ¿se puede culpar a Spielberg de haber hecho una obra maestra?
La película, que se llevó tres Oscar (montaje, sonido y banda sonora), trascendió las salas de cine para convertirse en fenómeno sociológico, y llevó a toda una corriente de thrillers acuáticos, algunos magníficas (Pirañas), la mayoría infumables (Tintorera, Orca, las secuelas de Tiburón, etcétera). La gente se bañó menos aquel verano en las playas de todo el mundo y el tiburón jamás se quitaría de encima la leyenda negra de “asesino de hombres”, hasta el punto que Peter Benchley, autor de la novela, declaró que se arrepentía dela mala publicidad que causado hacia los escualos.
“Violenta, cruda, asquerosa. No había nada en esta película que me fuese personal. Fue una obra calculada al detalle. Hice cada toma con regocijo, sabiendo perfectamente el efecto que causaría en el público”. Aunque haya recocido que, de haber podido, hubiese mostrado al tiburón antes y durante más tiempo en la narración, Spielberg transformó el hándicap de un tiburón mecánico que se hundía en el agua en uno de los mayores aciertos de la película: el anonimato visual del escualo hasta el tramo final de la historia. Ocultando al monstruo del público, la película construye el suspenso hasta su máximo nivel. Otros directores han utilizado esta técnica de “menos es más” para otras cintas de monstruos (Hulk, Ang Lee), pero nadie ha empleado la técnica de una forma tan brillante como Spielberg. No vemos al tiburón sino el resultado de lo que hace. La vieja máxima de Hitchcock y la bomba.
Y a la espléndida dirección hay que sumar dos colaboraciones de lujo. Primero, la de la montadora Verna Fields, ya había trabajado con George Lucas en American Grafitti y se despidió del cine con Tiburón, contribuyendo decisivamente a lograr la tensión que respira cada fotograma del filme. Y segundo, la majestuosa banda sonora de John Williams. Sin embargo, el compositor era reacio en un principio a aceptar el reto, una vez que vio la maravilla que había filmado su amigo. “Dios mío Steven, necesitas a un compositor mejor que yo”, le comentó. “Sí, lo sé”, respondió Steven, “pero están todos muertos”. Lo cierto es que esas notas punzantes de cello y bajo que acompañan al Gran Blanco cada vez que sale en escena son el ADN de la obra, tanto como los violines rasgados de Bernard Hermann en Psicosis. Así se creó una atmósfera de terror primario que nunca se detiene, y en la que la acción avanza como una trituradora de alimentos.
Spielberg combina un amplio abanico de aproximaciones cuando introduce los ataques. A veces el tiburón se presenta casi como una fuerza elemental de la naturaleza (escena inicial), mientras que en otras opta por un dibujo más realista (la muerte de Alex Kintner). También echa mano del humor (cuando los dos cazadores de recompensas están a punto de ser devorados en el embarcadero). Lo cierto es que cada escena donde aparece la amenaza del Gran Blanco es diferente, y el mismo animal es presentado de formas distintas: planos del tiburón en sí, punto de vista subjetivos del propio escualo, el movimiento a través de los barrilles amarillos, un tubo interior y un trozo de embarcadero destrozándose…
“Jamás volveré a rodar en el agua”
Dicho y hecho. Steven Spielberg lo pasó tan mal durante el rodaje –en Martha's Vineyard, Massachussetts, apacible lugar de descanso de presidentes estadounidenses– que se prometió así mismo navegar en aguas más tranquilas, extraterrestres amables y arqueólogos encantadores mediante. El filme estuvo a punto de convertirse en el Waterworld (Kevin Costner) de los setenta. La filmación se retrasó varias semanas y el presupuesto se fue por encima de los 12 millones de dólares, por lo que el estudio pensó que habían producido un “desastre de película de serie B”.
Hoy día, con la tecnología en un desarrollo imparable, recrear el tiburón asesino no supondría ningún problema, pero entonces, allá por 1974, cuando los equipos de efectos especiales trabajaban con maquetas y animatronics elementales, construir un tiburón de ocho metros supuso una tarea titánica. El primer escualo se hundió en el fondo del mar y nada pudo ser filmado. Una vez que lo reflotaron sólo podían rodar plano a plano, lo que, una vez más, se conviertió en una virtud en la sala de montaje. Al final se utilizaron tres, y Spielberg bautizó a uno de ellos como Bruce, en honor a su abogado. Sin duda, donde más “canta” la mecanicidad del tiburón es en la escena que se come a Quint.
Alma y sentido
Para conseguir un terror más real, Spielberg eligió un escenario muy habitual, el pueblo de una zona costera californiana, y un animal también muy real. Pero en realidad, Tiburón, más que centrarse en la historia de un monstruo marino, lo hace en el jaleo que se monta en Amity, sobre todo, bucea en la forma en que los distintos personajes se ven obligados a actuar. Al poner el énfasis en los personajes más que en el escualo, Spielberg consiguió un trabajo cinematográfico que mantiene intacta su vigencia y su poder de fascinación. Las personas domina la narración, y ahí está el ejemplo de la escena copiada hasta la saciedad donde Quint y Hooper comparan sus heridas de guerra, que luego da paso a un monólogo fabuloso de Quint acerca de USS Indianápolis. Una parte reescrita en el guión por el actor Robert Shaw, que, curiosamente, y aún de forma exagerada, se basa en un hecho real: cómo los tiburones devoraron a decenas de soldados estadounidenses en el Pacífico, al naufragar una embarcación durante la II Guerra Mundial.
Otro aspecto remarcable es el riesgo que toma Spielberg. A mediados de los setenta, con tan sólo dos películas a la espalda –El diablo sobre ruedas y Loca evasión–, el rey Midas de Hollywood todavía estaba dispuesto a tomar riesgos, haciendo una película en la que un niño muere ensangrentado por los mordiscos de un furioso tiburón. El instinto narrativo del director californiano tampoco olvidó la importancia del humor negro para desengrasar, a lo largo de toda la historia. Momentos espléndidos, como cuando Hooper está echando pescado muerto al mar, se gira un instante hacia el interior de la barcaza, y cuando devuelve la vista al mar se encuentra la gigantesca fauce del tiburón a un metro de distancia. En shock, retrocede lentamente y le dice a Quint: “Vas a necesitar un bote más grande”.
Al estado de gracia general contribuyeron los tres actores principales. Roy Scheider (Charlton Heston fue considerado para el papel) despacha una notable interpretación como el pusilánime jefe de policía de Amity. No es un protagonista típico. Tiene dudas, es negligente y por su culpa muere un niño. Pero sabe recuperarse para ganar otra vez la empatía del público. Richard Dreyfuss (se barajó el nombre de Jeff Bridges), aún sin la sobreactuación que le acompañaría en su carrera después, borda su papel de experto oceanógrafo, con su afilado sentido del humor. Y, quizá por encima de ambos, un Robert Shaw (Lee Marvin y Sterling Hayden sonaron como posibilidades) inconmensurable como el hosco capitán irlandés, obsesionado con dar muerte al gran blanco a bordo de su barcaza Orca, el único animal capaz de derrotarle en el mar. La influencia aquí de la obsesión del capitán Ahab de Moby Dick es clarísima.
Los productores David Brown y Richard D. Zanuck se leyeron el libro en una noche y decidieron hacer la película sin preguntarse si la tecnología hacía posible llevarla a cabo. Al principio, Zanuck tenía la idea de realizar esta cinta para la televisión, pero gracias a la calidad lograda por Spielberg se estrenó en casi 500 salas de EEUU. El guión, la mayoría escrito por Carl Gottlieb y un Spielberg de 27 años, está basado en la novela de Peter Benchley, en la que narra como un tiburón blanco (Carcharodon carcharias) aterroriza a la pequeña ciudad costera de Nueva Inglaterra: Amitys. A su vez, la historia toma referencias de un suceso real que ocurrió en el verano de 1916 en Nueva Jersey, donde, supuestamente, uno o varios tiburones atacaron a cinco personas (cuatro murieron) en el transcurso de dos semanas, aunque todavía se desconoce si fue obra de un tiburón blanco o de un tiburón toro (mas común en aguas dulces).
En cualquier caso, tanto la novela de Benchley como la película se apoyan en varias fuentes, como señalaron en su día los productores: Moby Dick (Herman Neville, 1851), el clásico teatral Un enemigo del pueblo (Ibsen, 1882), documentales de la época (Blue Water, White Death, de Peter Gimbel) y otro libro contemporáneo al filme (Blue Meridian: the search for the Great White Shark, de Peter Matthiessen). Y, cinematográficamente hablando, Spielberg no ha dudado en señalar la influencia de joyas de la serie B de los cincuenta como La criatura del lago negro (1954) o The monster that challenged the world (1957).