William Wyler a Billy Wilder en el entierro de Ernst Lubitsch: "Qué pena, no más Lubitsch". Billy Wilder: "La pena es que no habrá más películas de Lubitsch"
Un domingo de profunda resaca se combate mejor con la ayuda del cine. Y uno de los genéricos más eficaces para recuperar mínimos es un judío berlinés con un toque muy especial, Ernst Lubitsch. Descubrir hace un par de días La octava mujer de Barbazul fue una auténtica gozada. Un delicioso tour de force entre Gary Cooper y Claudette Colbert a través de la intuitiva cámara del director de la comedia sofisticada, de la ironía, de la sugerencia, de la insinuación... Un director con una mirada afilada e inteligente, retratista con su pincel mordaz y siempre elegante del pacato código de valores social de la época. Un cineasta fluido, de una frescura atronadora, dueño de un ritmo musical, suavemente vivaz, maestro en el juego de las elipsis y de los diálogos de doble sentido, cuyo genio hizo támden con el de Billy Wilder en La octava mujer de Barbazul (1938).
"Sabe, si uno pudiera escribir el toque Lubitsch, seguiría existiendo, pero se llevó el secreto consigo a la tumba. Es como el arte chino del soplado del vidrio; ya no existe. De vez en cuando, busco un giro elegante y me digo: '¿Cómo lo habría hecho Lubitsch?' Y se me ocurre algo, y se parece a Lubitsch, pero no es Lubitsch. Ya no existe". En el libro Ernst Lubitsch: Laughing in Paradise, de Scott Eyman, Billy Wilder resume los elogios que siempre dedicó a su maestro. De hecho, este otro brillante judío al que el monstruo nazi que despertaba hizo emigrar a Hollywood, siempre tuvo colgado un cartel en su despacho que decía: "Piensa antes en cómo lo haría Lubitsch". "Comprendió enseguida que si uno dice dos más dos, el público no necesita que le digan cuatro", cita con sencillez Wilder en sus Conversaciones... junto a Cameron Crowe.
La admiración recíproca entre ambos comenzó en La octava mujer de Barbazul, su primera colaboración. En la película, un millonario arrogante y mujeriego, que ha tenido siete esposas, se prenda de la hija de un noble en bancarrota. Ella, a instancias de su padre, decide aceptar la proposición de matrimonio del presuntuoso empresario, pero le deja claro que sólo por su dinero. La sensibilidad cómica del dúo Wilder-Charlie Brackett encajó como un guante con la pulida elegancia sugestiva de Lubitsch. El film, "una película menor" para Lubitsch, es sabroso en su abanico de matices, sabiamente sembrados a lo largo de su apariencia de comedia menor. No tiene la fama de Ninotchka (1939) –"La Garbo, ríe", fue el fabuloso eslogan publicitario en su estreno-, el juego perfecto y armonioso del enredo que es Un ladrón en la alcoba (1932), la hilaridad de La viuda alegre (1934), el hondo romanticismo de El bazar de las sorpresas (1940) o la asombrosa combinación de comedia y apuntes dramáticos de la obra maestra Ser o no ser (1942). Quizá lo que tiene es un poquito de todas estas virtudes, sazonadas por supuesto con el atrevido toque Lubitsch y el acento con tilde sarcástica de Wilder.
Porque en La octava mujer de Barbazul se aprecia la doble, triple lectura de esos puzles maravillosos en forma de guión que escribía Billy Wilder. La película habla en su primera capa de barniz de la guerra de sexos. En su segunda, del conflicto cultural entre los emergentes Estados Unidos y la anquilosada Europa. Un tema que Wilder tecleaba a las mil maravillas: "¡Llevo menos de una hora en Berlín Oeste y ya debo miles de dólares!", se queja el ex comunista Otto en Un, dos, tres. "Bienvenido al capitalismo", le contesta su futuro suegro James Cagney, cabeza de la Coca Cola en Berlín. En tercera instancia, La octava... azota a la nobleza sin blanca que se alía a los nuevos ricos (Gatopardo dime tú...), un matrimonio de conveniencia ejemplificado en la genial metáfora de una bañera Luis XIV, en la que Cooper (y, por ende, los inmodestos EEUU) se mete y acaba partiéndola en dos. Y es que Wilder y Lubitsch se carcajean tanto de la arrogancia americana como de la grandeur venida a menos y el cinismo europeo. El film aborda también la sumisión social al dinero: los dependientes de la tienda, el lacayo-empleado-jeta -que borda David Niven-, capaz de nadar hasta una plataforma en medio del mar para preguntarle a Cooper cómo quiere rematar una carta ("¿Saludos o atentamente?") . Y por eso se explica tan bien que el impertinente Cooper no deje de perseguir a la Colbert. "¡Cumple tu contrato!", le grita sobre el matrimonio no consumado. El dinero, en fin, no lo puede todo.
1 comentario:
Guao, qué bueno ver la película de nuevo, matizada por tu visión, qué buena entrada, y comparto totalmente los que afirmas: la fluidez, el ritmo, el pragmatismo americano y el exceso de reflexión europeo, chapeu!
Publicar un comentario